En Fahrenheit 451, Truffaut adapta la historia del visionario escritor Ray Bradbury a la gran pantalla, con enorme practicidad y eficacia. En ella nos describe una sociedad en la que los libros y la lectura están proscritos, en la que impera el culto al hedonismo, y en la que los poderes públicos persiguen duramente a todo el que posea un libro.
Una película con un pero, los escasos recursos con los que fue rodada, y que se aprecian en esa textura televisiva de la imagen. Una película que complementa un currículum tremendo en el que destacan otras obras, no sé si menores, no sé si mayores, pero todas recomendadas, entre las que destacan títulos como Los cuatrocientos golpes, o El pequeño salvaje, todas roussonianas, didácticas, y todas muy muy cinematográficas a la vez que costumbristas, populares y humanas.
Un cine mate y socialista, en el sentido literal de la palabra, de un pedagogo del séptimo arte, de un personaje capaz de aprender y enseñar por medio de la imagen, ser consciente de ello, y seguir siendo un gurú, un profesor, un maestro, que hasta el final no deja de aprender.
Un ejemplo de autor, en el más amplio sentido de la palabra.